martes, 18 de mayo de 2010

La cuestión no es cómo se impulsa el motor del coche



Basado en hechos muy reales y verdaderos.

Recién arrancada la década de los setenta del siglo pasado tenía por costumbre bajar a jugar a mi calle, una calle cualquiera de Madrid, a infinidad de juegos infantiles como el escondite, un ‘dao’, ‘un alto el último la liga’, el guá e incluso la comba y muchos otros. Era una calle de tierra (sí, sí, de tierra) que unía dos calles adoquinadas. Había un taller de coches (curioso) que aún existe y un puñado de éstos estaban, más que aparcados, desparramados por la calle; algunos del taller y otros particulares.

Poco después de mediada la década se asfaltó la calle, todo un acontecimiento que la chavalería no quiso perderse y que se encargó de estrenar. Habían colocado unas baldosas a lo largo de las dos hileras de casas a una altura más elevada que el asfalto y que nuestros padres llamaban acera; el primer día ya quedó claro que esa altura no contaba para jugar a ‘un alto el último la liga’ y también quedó claro que allí era imposible jugar al guá; quitando estos pequeños inconvenientes lo demás siguió igual, con los mismos juegos de siempre. Las madres, cuando los críos salíamos de casa para jugar en la calle, no nos decían ‘cuidado con los coches’, solían decirnos ‘¿has cogido el bocadillo?’; y en todo el tiempo que estabas disfrutando de tu calle sólo escuchabas alguna vez de manera esporádica ‘¡coche!’, que lo único que significaba es que te tenías que apartar para que pasara porque peligro no había, el conductor iba despacito y con precaución.

Poco a poco los dos lados de la calle fueron invadidos sin clemencia ni miramientos por aquellos trastos metálicos hasta el punto de no dejar apenas espacio para el paso de una persona entre ellos, aunque nosotros seguíamos jugando en el hueco que dejaban en el asfalto porque era el sitio que utilizábamos desde hacía ya unos años. Todavía era efectivo el decir ‘¡coche!’ y aún circulaban despacito y con precaución pese a haber cada vez más y dejar menos suelo libre.

Un día vas al cole y te das cuenta que en el cruce donde antes paraban los pocos coches que pasaban sin haber ningún tipo de señal ni horizontal ni vertical, con educación y por respeto hacia el peatón, una persona, un elemento vivo de la ciudad al que se puede hacer mucho daño con un cacharro metálico de más de una tonelada, ese día en concreto tienes que parar en seco porque oyes un claxon y alguien que dice ‘¿no me ves?, espérate que pase que casi te pillo’. En tu inocencia aún preadolescente piensas ‘menudo tonto, qué derecho tendrá él para pasar antes que yo’.

Pasa un tiempo y en ese mismo cruce ponen unas rayas en el suelo que parece dan derecho al que va andando para pasar y los coches tienen que parar. El invento funciona como por arte de magia, parece un milagro pero cuando te acercas al cruce, si viene un coche, para, y tú puedes pasar sin peligro.

En la época del instituto ya no ves a ningún niño jugando en la calle, según dicen es muy peligroso, alguno dice incluso que está prohibido. De camino al instituto, en el cruce donde habían pintado unas rayas, ahora hay un semáforo con una luz que se pone naranja y se enciende y se apaga para cuando algún coche gira hacia esa calle que deja pasar a peatones si están cruzando; así lo hacen al principio hasta que unos cuantos años después ese semáforo deja de utilizar ese sistema para directamente ponerse rojo porque si no no paraba nadie y atropellaban sin ninguna educación ni respeto ni precaución a seres humanos vivos que en alguna ocasión dejaban de estarlo en ese momento. Ya con una edad razonable y nada inocente pensaba ‘que tontos, les han tenido que poner el semáforo en rojo para que tengan que parar sí o sí; se lo tienen merecido’.

En la última década del siglo pasado veía aquí y allá cómo las aceras de algunas calles se estrechaban de la noche a la mañana hasta el punto de tener una anchura tan ínfima y ridícula que las hace impracticables para, por ejemplo, una silla de ruedas. ¿Y ésto para qué?, pues para poder dejar más espacio a las máquinas esas que poco a poco invadían hasta el último espacio de suelo de la ciudad. Veía como la mayoría de las aceras tenían una anchura tal que pasar con dos carros de la compra a la vez era muy difícil o imposible.

Pasaban los años y seguía viendo cómo aparecían a cada metro pasos de peatones y semáforos porque parecía la única manera de calmar la represión autoritaria de abuso de poder ejercido por la simple y llana regla de ‘tengo un trasto que pesa un huevo y que corre el otro y tú te paras o te paso por encima y te mato’.

Hasta eso dejó de funcionar y tuvieron que elevar el asfalto donde pintaban los pasos de peatones para que si se les ocurría correr se dejaran los amortiguadores y parte de los bajos. Lo único que consiguieron es que se saltaran los pasos de peatones más despacio.

Llegó un día en que, cuando estaba ante un semáforo esperando para cruzar y podía hacerlo, oí un acelerón a mi izquierda y un asesino en potencia hizo pasar las ruedas a unos cinco centímetros del pié que había empezado a cruzar con todo el derecho del mundo. Pensé y grité ‘asesino’ con todas las de la ley.

El colmo de la hilaridad es cuando, ya hoy día, aparte del ruido incesante de claxons, ves cómo los pasos de peatones son elementos decorativos de la ciudad; ves cómo todos los coches pasan con el semáforo en ámbar (que no nos olvidemos que la legislación les obliga a frenar hasta parar con ese color) y que varios siguen pasando cuando ya se ha puesto rojo; ves cómo a la inmensa mayoría de peatones les parece normal y siguen mirando a ver cuando paran para poder cruzar porque el coche ejerce más que nunca su autoridad por la simple y llana regla de ‘tengo un trasto que pesa un huevo y que corre el otro y tú te paras o te paso por encima y te mato’; ves cómo crecen las autopistas urbanas donde el que va a cincuenta (que es el máximo, el tope, de donde la ley prohíbe pasar) es mirado y tratado como un ‘¡vamos gilipollas, que tengo prisa y vas haciendo el pringao, si no sabes conducir vete andando, subnormal!’; ves coches aparcados en pasos de cebra, encima de la acera, en doble fila y hasta en triple fila en ocasiones; ves que el intermitente no lo ves…

… En fin, ves tantas injusticias sobre cuatro ruedas o más que sí, yo NO quiero más invasión salvaje a la fuerza bruta de coches en esta ciudad, me da igual cómo funcione su motor, el problema es otro muy distinto.

Y a partir de aquí, independientemente de todo lo anterior y sin que tenga absolutamente nada que ver con ello, si queréis, hablo de la Bici.

Un abrazo en calles tranquilas a tod*s y muchísima salud!!!

PD: De pequeño en el espacio de un coche jugábamos al guá dos amigos, en el de una furgoneta jugábamos a la comba tres y hasta cuatro, en el de un camión pequeñito jugábamos al balón prisionero, en el de un camión normal jugábamos al fútbol cuatro o seis, en el de un camión grande se podía jugar al baloncesto y en el de un trailler al futbítol con equipos de cuatro o cinco y hasta árbitro.